depresión juventud

Relato: Juventud en ruinas

Aquella mañana, cuando entró, notó un olor raro y penetrante. En su mente, una única idea, pensaba en que iba a morir. Finalmente, su patética vida se extinguiría. En su interior, los ecos de una apagada batalla entre el cobarde deseo del descanso de acabar con todo y la incipiente nostalgia por todo lo no vivido.

The Ruins Of Holyrood Chapel (Louis Daguerre, 1824)

 

La idea era antigua, pero siempre fue una oscura fantasía sin visos de llevarse a cabo. El hielo de su pecho se había hecho cada vez más fuerte. Su memoria agarrotada y su sentenciada salud habían comprendido que las vidas taciturnas sólo son atractivas en la ficción.

Su recorrido vital, tal vez, había generado en su razonamiento una equivocada búsqueda de la atención a través de la cara escabrosa de la naturaleza humana. El tan soñado desenlace parecía haber llegado. El último tramo del corto, pero tortuoso camino, había terminado por destruir todas sus ilusiones. Los logros, derruidos. Los errores, engrandecidos.

Algo había aprendido. Los parches no ayudaban a cicatrizar y la experiencia no implicaba conocimiento.

Salió de su mente. Volvió a la realidad y el olor seguía allí. Era temprano y una fría ráfaga sacudió su espalda. Había dejado las ventanas abiertas. La esperanza nunca muere, se dijo dulcemente.

El proceso llevaría algo más de tiempo, pero su insoportable insatisfacción pronto desaparecería. Amarga victoria, pensó. Las grandes desgracias generan la mayor atención. Los auténticos propósitos, marcados a fuego desde su niñez, vagamente se verían realizados en el futuro.

Las ventanas continuaban abiertas. Aún no era el momento, quedaba una última acción, el comunicado, la autocompasiva y teatral despedida. La razón de tantas vidas sesgadas, de tantos secretos y carencias desvelados. Enroscó y ató el documento. Todas las ventanas, excepto la principal, estaban cerradas.

En un último esfuerzo, tomó en una mano el papel . En la otra, la válvula. Arrojó el pergamino, cerró la ventana, sopló y el edificio fue engullido por una atronadora explosión.

La onda expansiva alcanzó al documento, que mutó en millones de pequeñas cenizas. Nadie recordaría cómo, por qué o para qué vino al mundo. Pero sí su violenta desaparición.

La oportunidad de un cambio a mejor había decidido autodestruirse. Estuvo presente mucho tiempo, pero nadie recayó en ella. Las viejas artimañas, lejos de ceder, le habían marginado y expulsado. Su rumbo se había truncado.

De su breve estancia en el mundo, tan sólo, quedaba una efímera y desperdigada lluvia de cenizas, el último poso de esperanza.

 

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